A estas alturas nadie pone en duda que los bosques, más allá de los productos de origen forestal que generan, prestan una serie de servicios ecosistémicos carentes de mercado tales como la regulación del ciclo hidrológico, la conservación de los suelos, la mejora de la calidad del aire que respiramos, la preservación de la biodiversidad y la calidad paisajística o el secuestro de carbono, sin olvidarnos de otros no menos importantes de tipo recreativo, cultural y de arraigo al territorio (Thorsen et al., 2014). El papel protector del bosque se hace especialmente patente en zonas semiáridas como la cuenca mediterránea, donde el factor clima resulta especialmente agresivo.
El declive demográfico que ha sufrido el medio rural y los cambios socioeconómicos y culturales que se han venido produciendo en nuestra sociedad a partir de los años 60 han producido un abandono paulatino de las actividades, usos y aprovechamientos propios de estas zonas, con la consiguiente expansión y densificación de bosques y matorrales. Según el Ministerio de Agricultura y Pesca, Alimentación y Medio Ambiente (MAPAMA) en los últimos 25 años la superficie forestal se ha incrementado un 33%, en su mayoría por abandono de tierras agrícolas y pastos. Sin embargo, a pesar de este incremento en la superficie forestal, las estadísticas muestran una disminución en su gestión. Por ejemplo, en España, desde 1990, el volumen de explotación forestal ha descendido del 60 al 38% del crecimiento anual (MMARM, 2006). En climas semiáridos, a todo lo anterior tenemos que añadir la baja productividad que presentan los bosques, en donde el agua es sin ninguna duda el factor más limitante.
La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) define la gestión forestal como un proceso de planificación y ejecución de prácticas para la administración y uso de los bosques con el fin de cumplir con objetivos ambientales, económicos, sociales y culturales específicos. Tradicionalmente la planificación y gestión forestal se ha centrado en las funciones productivas del monte, dejando el resto de los bienes y servicios en un plano secundario. Las decisiones importantes como el turno, el método de beneficio o la forma fundamental de masa están pensadas para maximizar y mantener los rendimientos en madera. Multitud de autores han demostrado que la gestión forestal contribuye además, entre otras cosas, a reducir el riesgo de incendios forestales (De Cáceres et al., 2015; García-Prats et al., 2015), a aumentar la resiliencia de los ecosistemas (Millar et al., 2007), a aumentar el rendimiento hídrico (Callegari et al., 2003; Molina y del Campo, 2012; Del Campo et al., 2014), a mejorar el crecimiento y vigor de los árboles (Mitchell et al., 1983) o el valor del paisaje. Todos estos bienes y servicios se mejoran con las prácticas de la ordenación y gestión forestal, pero en la mayoría de los casos no se cuantifican, y lo más importante, en ningún caso forman parte de la función objetivo.
Al escenario descrito debemos añadirle una nueva fuente de incertidumbre, si no la principal de todas ellas. El cambio climático está considerado una de las mayores amenazas ambientales del momento. Algunos autores han reseñado la necesidad de una gestión adaptativa urgente (Fitzgerald et al., 2013; Linder et al., 2014). Todas estas cuestiones han suscitado preocupación por la importancia de las interacciones entre los bosques y el agua en el Mediterráneo (Birot et al 2011).
Las prácticas de gestión forestal en bosques semiáridos son costosas y carentes de toda rentabilidad, por lo que sólo los montes públicos reciben cierta atención a través de la silvicultura preventiva frente a incendios forestales. La falta de estructuras socioeconómicas adecuadas y de políticas de incentivos ha impedido el desarrollo de mercados para los servicios forestales (Thorsen et al 2014). Como resultado, los bosques con baja productividad, sin la población rural que los aprovechó en el pasado y sin interés para empresas del sector, suelen terminar abandonados con nula o muy escasa gestión. Las consecuencias de esto ya se están notando en dos frentes especialmente: la disminución de las aportaciones tanto superficiales como subterráneas provocadas por la densificación de las masas y el incremento sustancial del riesgo de incendio, y de la gravedad de los mismos cuando éstos se producen. Respecto del primer punto, Gallart y Llorens (2003) indican que el descenso en las aportaciones de los principales ríos atribuible en parte a la densificación de las masas forestales está cuantificado entre un 17 y un 46%. Mientras escribimos estas líneas, más de 500.000 ha son arrasadas en Chile por el que ya se ha definido como el peor incendio forestal de su historia, en el que además se han producido 11 víctimas mortales y multitud de pequeños núcleos urbanos y viviendas aisladas han quedado destruidas.
En zonas semiáridas, el modelo de gestión forestal basado en la función productiva del bosque ha demostrado ser ineficaz en numerosas ocasiones y está poniendo en riesgo la capacidad del bosque para seguir prestando el resto de servicios ecosistémicos. La no gestión como modelo de gestión lleva demasiado tiempo vigente y va a ser una solución cada vez más difícil de sostener.
La gestión forestal de base ecohidrológica
La gestión forestal basada en la ecohidrología es un enfoque integrado que sitúa al agua en el centro de la planificación y gestión del bosque y que persigue manipular y optimizar las interacciones entre los bosques y el agua mediante un enfoque de base ecosistémica. Esto significa que otras variables del ecosistema, tales como el crecimiento y vigor de los árboles/masa, las propiedades del suelo y los ciclos biogeoquímicos, la sensibilidad al clima de los árboles o la disminución del riesgo de incendios forestales, deben también ser explícitamente considerados y cuantificados en los objetivos de gestión.

Esquema de los efectos cuantificables de la gestión forestal basada en la ecohidrología. Tomado de Del Campo et al. (2017). En prensa.
Las bases empíricas de la gestión forestal de base ecohidrológica están bien asentadas. Durante años, el grupo de investigación ReForest de la Universitat Politècnica de València ha estado midiendo los efectos de la gestión forestal en el marco del proyecto de investigación Hydrosil-Silwamed (1) en diferentes masas forestales en el ámbito mediterráneo. (Molina y del Campo, 2012; del Campo et al., 2014, 2015; Bautista et al., 2015; García-Prats et al., 2015, 2016, González-Sanchis et al., 2015a,b; Fernandes et al., 2015, 2016; Manrique-Alba et al., 2015; Ruiz-Pérez, et al., 2016; Di Prima et al., 2017). En otras partes del mundo este mismo efecto también ha sido medido y podemos encontrarlo en magníficos trabajos de revisión. En Bosch y Hewlett (1982) podemos encontrar 94 casos de estudio; en Sahin y Hall (1996) hay 145 casos y finalmente en Zang et al. (2001) hay 250 casos analizados. En todos ellos las conclusiones son claras: a) la cubierta vegetal modifica el funcionamiento hidrológico de una cuenca, y b) los efectos cuantitativos deben ser estimados en cada caso particular.
Hasta ahora, los servicios ecosistémicos que presta el bosque se movían en un plano teórico, casi filosófico. Sin embargo, los años acumulados de no gestión han bajado el debate al plano de lo material. ¿Es mejor pagar por una silvicultura que mejora las aportaciones de agua azul de una cuenca, o pagar vía precio del agua por la escasez del recurso?; ¿Es mejor pagar por una silvicultura que previene incendios, o pagar a golpe de presupuesto público lo que cuesta apagarlos y reponer las infraestructuras afectadas, y a golpe de ahorros personales de los usuarios afectados a los que les toca en suerte perder la casa, la empresa, o la explotación agrícola y/o forestal (si no la vida)?.
El cambio global pone a los bosques semiáridos en una encrucijada con muchos impactos y amenazas potenciales. A esto se une una nula o baja gestión, pese a que se reconoce ampliamente los beneficios de una silvicultura proactiva. Para superar esta situación, los servicios ecosistémicos sin mercado deberían incorporarse y cuantificarse explícitamente en la ordenación y la gestión forestal mediante nuevos enfoques innovadores en el ámbito de los esquemas de pago por servicios ambientales, como forma eficiente y equitativa de financiar la gestión forestal. La silvicultura de base hidrológica o ecohidrológica, o silvicultura del agua, es sólo un ejemplo que plantea muchas oportunidades para hacer la silvicultura más eficaz bajo escenarios de escasez de agua. En el proyecto Hydrosil-Silwamed ya se han sentado las bases empíricas de los efectos positivos de este tipo de gestión forestal. El reto más inmediato es convertir estas experiencias en un modelo de gestión a escala de cuenca basada en un análisis transparente de beneficios y costes, donde los beneficiarios directos de los servicios ecosistémicos del bosque contribuyan con dicha gestión.
(1). HYDROSIL(CGL2011-28776-C02-02)-SILWAMED(CGL2014-58127-C3-2) es un proyecto de investigación financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación y fondos FEDER y desarrollado por investigadores del Instituto de Ingeniería del Agua y Medio Ambiente (IIAMA), profesores de la Escuela Técnica Superior de Ingeniería Agronómica y Medio Natural (EAMN) de la Universitat Politécnica de Valencia. El proyecto está liderados por Antonio del Campo y desarrollado junto a los investigadores Alberto García Prats, María González Sanchis, Antonio Lidón, Inmaculada Bautista, y Cristina Lull.
Referencias
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